Galería Despacho de Arte (Cuenca) – Eduardo Higueras Castañeda

ITINERARIOS CIRCULARES: DESVELAMIENTO Y MEMORIA.

Hace unos diez años, Pilar Conesa, recuperaba para el discurso pictórico un concepto extrañamente infrecuente en relación al mismo, pero de gran relevancia. Desconozco si lo hizo con total intencionalidad, pero el hecho es que se insiste en el mismo en varias ocasiones, lo que además resulta especialmente significativo. Se trata del escrito que ella misma realizó para el folleto de su exposición individual en la sala de la CCM de Cuenca en 1999, y la idea que me llama tanto la atención es la de memoria: «fragmentos de etapas anteriores cargados de memoria», escribía Pilar, y más adelante «figuras alojadas en la memoria, que ella misma distorsiona». Éste es, sin duda, un concepto fundamental para otras modalidades creativas, pero probablemente no se ha pensado lo suficiente en la pintura como memoria. No, al menos, si hablamos de pintura informalista, etiqueta -como todas- con algo de impertinente y matizable, pero que provisionalmente nos puede servir como presentación de nuestra pintora.

Memoria y permanencia son dos asuntos muy próximos. Sin memoria, el ser humano sería simple y llanamente una caída en el vacío. El hecho de rememorar nos ofrece una oportunidad de sentirnos asidos a cada uno de los tiempos que hemos sido (incluso de aquéllos que no hemos sido), de dotarnos, aunque parezca paradójico, de cierta estabilidad en el discurrir constante de los acontecimientos vitales. «Cada hombre es memoria» – afirmaba Emilio Lledó en «Elogio de la Infelicidad» – «Sin el enlace físico o psíquico con lo que hemos sido – continúa el mismo autor -, nuestras células y la estructura orgánica que las sostiene sería un eterno presente, un comenzar cada día en la más absoluta soledad y, por supuesto, en la más absoluta imposibilidad». Pero esta facultad, por otra parte, no implica que nos sea posible una reproducción exacta de lo experimentado en un momento determinado, sentir lo que ya fue sentido.

Lo que se experimenta al rememorar, en primer lugar, es por la distancia temporal entre lo recordado y el recuerdo, un acontecimiento diferente del original; en segundo lugar, ni siquiera la reproducción de lo vivido nos devuelve con exactitud la información del primer acontecimiento (se trata de la inevitable distorsión a la que la autora hacía referencia en el texto mencionado) y por lo demás, nos enfrenta, como los espejos, a circunstancias que habían pasado inadvertidas en un primer momento: no nos vemos igual que nos imaginamos, nos descubrimos en algo que, propiamente, es ajeno a nosotros mismos: el reflejo, por decirlo de otro modo, es un «otro» en el cual nos reconocemos y nos descubrimos. Podemos, incluso, pensar en un cuadro como ese reflejo en el que se condensan acontecimientos, en el que existe la huella de su autor y en el que el autor puede reconocerse y desvelarse. En estas ideas ya se anticipa algo de la idea de «itinerario circular», que articula la exposición de Pilar Conesa para Despacho de Arte.

Un itinerario de esas características puede concebirse como aquél en el que cada paso es la partida y el regreso: el comienzo y el final se encuentran en el mismo punto que también es -ya se sabe- el camino que se hace. Es necesario subrayar que Pilar nunca se esconde en su obra: se va dejando en ella y a la vez se busca y se reconoce. De este modo, y siguiendo la lógica del planteamiento que venimos desarrollando, podría decirse que sale hacia el cuadro para encontrarse en el mismo cuadro, en su elaboración y en el resultado. Se trata de ejercicios de desvelamiento en los que se interroga y se resuelve. Lo dicho es predicable de cada uno de sus pinturas y grabados. Y lo es igualmente respecto a su amplia trayectoria como pintora. Por eso sus propuestas se encuentran permanentemente abiertas al descubrimiento, al redescubrimiento y a la recuperación, y por eso su temperamento creativo va dejando un latido constante en todas las manifestaciones de su obra, una identidad definida pero siempre ampliable que se advierte, como no podía ser de otro modo, en las distintas piezas que con la ocasión de su actual exposición individual ha reunido.

El resultado formal al que se da lugar llama la atención por la importancia primordial que se le concede al tratamiento del color, generalmente utilizado con una especial intensidad en la que radica mucho de la identidad de Pilar en lo que a su plástica se refiere. No en vano esta es la cualidad que quizá ha llamado con mayor frecuencia la atención de quienes han reflexionado sobre su pintura, acaparando en cierta manera buena parte del protagonismo entre los elementos de los que se alimenta. Sin embargo, el predominio de este modo enfático de usar el color como recurso expresivo no evita que otras obras (generalmente sus linograbados) en las que se tiende a la reducción cromática, logren una intensidad visual similar.

Se trata, en todo caso, de obras extrovertidas: espacios que logran al instante la implicación del espectador, la incorporación inmediata de su mirada al juego orgánico de presencias, equilibrios, insinuaciones, emergencias y desapariciones en una línea indudablemente lírica. El mismo sentido orgánico al que me refiero tiende a incorporar el conjunto de la muestra por la propia inercia de las obras que la componen, pues en todas, como ya se ha advertido, existe una vibración compartida, una cierta persistencia que les sirve de identidad: todas son, al fin y al cabo, un punto del itinerario circular que se propone, a la vez que un itinerario en sí mismas. Espejos, todos ellos, donde se devuelve lo que Pilar Conesa deja en ellos, lo que recupera y, también, lo que de sí misma desconoce.

Eduardo Higueras Castañeda